jueves, 16 de febrero de 2012

Detrás de una palabra

A veces
cuando vuelvo a mi tierra me descubro
mirando a mis paisanos con ojos de antropólogo.
Observo cómo se hablan
en la plaza de abastos
a grito pelao,
te ofrecen los langostinos más baratos que nadie,
charlan con el vecino del puesto de enfrente,
allí uno se deja caer sobre la tapa de mármol
como si fuera una barra,
el frutero te lanza un piropo
al tiempo que homenajea sus sandías,
el ruido que se genera
es estupendo,
el guirigay, fabuloso,
pero intuyo de fondo
un orden que me supera,
una estructura que no puedo ver desde dentro.

A veces
cuando vuelvo a mi tierra me descubro
incapaz de entender el giro de una frase
y me entristezco.
Porque yo era de ellos,
miraba con desprecio a los de ciudad
por hablar fino,
por ser tan sosos, los pobres,
por no pillar los chistes,
no quincarse de ná, por no entender
el giro de una frase.

El día de mañana tendré hijos
que dirán “voy al pueblo de mi madre” cuando vayan a mi pueblo,
llamarán manzanas a los peros,
barreño a la jofaina,
limpio a lo escamondao,
estofao al guizopapa y no sabrán
qué significa avionao, estrafagao, engolliparse,
hacer el vaina, bailar el zorronguito,
cenar una espoleá después de un día de lluvia.

Ni siquiera cecearán, con lo bien que yo lo hago.

Pronunciarán falda, agujero, salchichón
(no todo son las eses en mi idioma),
no sabrán traducir
te'quiéíya al castellano,
se perderán los refranes que mi madre
aprendió de la suya
y así generaciones
que decimos “tohpaná,
eso se perdió como yo perdí a mi agüela”.

En fin, no habrá saludos
desde la acera de enfrente
a la voz de “¡illo!” “¡ey!”,
toda una conversación
resuelta con tres vocales.

A veces
cuando vuelvo a Madrid
me entristece la pérdida
de ese que era mi idioma,
mi pequeño universo de ideas y emociones
detrás de una palabra
que aquí no se pronuncia.

A mi madre, por todas las palabras
que me enseñó y que amo.

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9 de agosto de 2011 - febrero de 2012